Las montañas se veían distantes tras el espeso bosque.
El río bajaba tan impávido cual sierpe se desliza entre la hierba.
La nieve comenzaba a caer y a colorear el paisaje del más puro blanco.
El sol se escondía tras la nubes y los lobos aullaban en manada al unísono.
Estaba completamente perdida en aquel lugar, hasta que curiosamente,
me topé con un gran lobo negro.
Estaba sentado bajo un árbol, mirándome expectante con sus ojos del color del oro fundido.
Se acercó a mí con paso sosegado y se sentó delante de mí, me agaché y le acaricié un poco.
Me miró a los ojos y salió corriendo hacia el bosque.
Lo seguí abriéndome camino entre la espesura hasta llegar a un promontorio, donde encontré una cueva a los pies del mismo.
Me interné en ella y descubrí a un chico joven, sentado junto ese lobo negro y acariciándolo como si fuese un perrito.
El chico notificó mi presencia y me miró con una sonrisa.
A ese chico... Yo lo conocía...
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