Todos aquellos a los que querías murieron, dejando un profundo vacío dentro de ti.
La muerte vino sin previo aviso y se lo llevó todo, haciéndote derramar mil y una lágrimas de grandes sentimientos de tristeza y amargura...
Sus cuerpos se convirtieron en crisálidas vacías tras de que sus almas los abandonaran, por mandato de la impasible y cruel muerte.
Ella vino, y todos aquellos que en su día te ofrecieron su amor y cariño, que te consolaron en tus momentos difíciles y que te hicieron reír más de mil veces, se marcharon y te dejaron atrás, en aquella gélida y fatídica noche...
Pero volvieron.
Para recordarte que pese a que ellos se iban, una parte de ellos seguiría viviendo contigo hasta el final.
Para que no sintieras más pesar por ellos y que fueses libre de las crueles cadenas del dolor, que trataban de oprimir tu corazón como una vil constrictor, para hacerte ir también con la muerte.
Les encontraste a la noche siguiente en el cementerio, estaban sentados en sus epitafios, saludándote y llamándote por tu nombre con una cálida sonrisa en el rostro; pero a la vez diciéndote adiós por última vez, para que así todos pudieran encontrar la paz de una vez por todas.
Y entonces, cuando los rayos luz de la luna llena bañaron hasta el más oscuro rincón, se diluyeron en el viento como niebla evanescente.
Se marcharon...
Esta vez,
para no volver.